Buena, bonita, barata...
Ángeles Molina.
Diciembre/25.
"El dilema moral es brutal: ¿puede la necesidad justificar lo injustificable? La respuesta ética, a mí juicio, es clara: no. Ninguna circunstancia convierte en legítimo el acto de vender a un ser humano, menos aún a un hijo."
Es asombroso el nivel de deshumanización de esta sociedad que ha alcanzado tan altas cotas tecnológicas, como se ha desprendido de preceptos morales, al tiempo que se destruye cualquier ápice de razón. Una situación de catástrofe social que no solo no nos espanta, ni siquiera parece que vaya con nosotros, son cosas que pasan por la pantalla de televisión y punto.
El pasado mes nos enteramos de dos casos de venta de hijos por parte de unas familias que han llegado a una degradación moral de tal calibre, o quizá a un nivel de desesperación tal, que las llevó a vender a sus hijas.
Una familia (el calificativo de familia es absolutamente inapropiado, pero tampoco sería apropiado el de manada, porque los animales no han caído tan bajo) de Navarra, llegaron a vender a su hija, una menor de 14 años otra familia (vuelvo al concepto de familia) residente en Lleida para casarla por la fuerza con un hijo de esta última seis años mayor. Con todo, lo que más me llamó la atención, fue el precio en el que se tasó la “mercancía”, cinco mil euros y cinco botellas de whisky.
Degeneración completa.
Por otro lado, la policía ha impedido en Málaga la venta de un bebé, una recién nacida a la que había dado a luz en su casa, y que dio positivo en el análisis de estupefacientes, por tres mil euros a un matrimonio que no podía tener hijos, y el hombre ya había inscrito a la bebé como hija suya.
¿Qué quiebra interior, qué desesperación o qué distorsión ética puede llevar a alguien a tasar, a cosificar a su propio hijo?
La maternidad, en su sentido más profundo, implica protección, cuidado y entrega. Una madre que decide vender a su hija rompe ese vínculo esencial, transformando lo que debería ser amor incondicional en una burda transacción comercial. Para que se dé tal degeneración, parece obvio que en su cabeza deben mezclarse factores extremos: la presión de la miseria, el miedo a la supervivencia, la influencia de un entorno violento o corrupto, o incluso una visión deshumanizada en la que la hija deja de ser un ser humano y pasa a ser un objeto.
El dilema moral es brutal: ¿puede la necesidad justificar lo injustificable? La respuesta ética, a mí juicio, es clara: no. Ninguna circunstancia convierte en legítimo el acto de vender a un ser humano, menos aún a un hijo.
Sin embargo, el planteamiento obliga a mirar más allá de la condena: a preguntarse qué estructuras sociales, económicas y/o culturales empujan a una madre a vender al ser al que ha dado vida. No puedo alcanzar a imaginar ningún motivo, en mi concepción moral, en mi educación liberal, libre de dogmas de fe, pero sólida formación humana, no llego a concebir ninguna circunstancia que me obligara a plantearme siquiera la venta de mi hijo, no obstante, está claro que debe existir un instante de conciencia, un destello de duda, donde una madre acepta la magnitud de su acto: traicionar la confianza absoluta de quien depende de ella.
El planteamiento moral, entonces, no solo debe llevarnos a juzgar a la madre, también a interpelarnos como sociedad: ¿Qué hemos hecho mal para que una madre llegue a vender a su hija? A esta pregunta si que encuentro infinidad de respuestas, y ninguna nos deja en buen lugar, ni como sociedad, ni como seres humanos.
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