Remembranza para un ser errante
Luis Poyatos.
Mayo/25.
Escribir sobre un ser humano que transmite valores profundos sobre la libertad, el respeto hacia el otro y una crítica firme al sionismo -ideología que está destruyendo valores fundamentales como los Derechos Humanos y los Derechos del Niño- fortalece en mí los principios universales que compartimos como ciudadanos del mundo y que llevamos arraigados culturalmente.
Sumergirse en la vida de Gilad Atzmon, activista político, escritor, novelista y, sobre todo, músico de jazz, me ha permitido comprender mejor su rechazo al sionismo como construcción ideológica y política. A través de su obra y pensamiento, he podido ahondar en una mirada crítica hacia una realidad que muchas veces es silenciada o tergiversada.
Hace más de cuarenta y cinco años, en 1978, asistí a mi primera clase de psicología en la antigua Facultad de Filosofía y Letras. En la pizarra, alguien había escrito un eslogan impactante: “Sionismo=Nazismo”. Para alguien como yo, que venía de admirar al pueblo judío por haber resistido el horror nazi -influido por la narrativa predominante en las películas de Hollywood sobre el Holocausto-, aquello fue un golpe de desconcierto.
Esa imagen del “tío del bigotito”, como muchos llamábamos a Hitler, se había grabado en nuestras mentes desde la infancia a través de la televisión, en una España aún controlada por el régimen franquista, que -pese a su afinidad ideológica con el fascismo italiano y el nazismo alemán- no fue intervenido tras la Segunda Guerra Mundial. En cambio, el franquismo logró sobrevivir gracias a acuerdos estratégicos con Estados-Unidos, que le permitieron mantenerse al margen del castigo que sí recibieron Alemania o Italia.
Yo me preguntaba entonces cómo era posible que un régimen como el franquista, profundamente militarista y nacional-católico, permitiera la proyección constante de películas antinazis. Con el tiempo, comprendí que aquellas imágenes no eran simples gestos de justicia histórica, sino herramientas de un relato hegemónico que muchas veces ocultaba otras formas de opresión.


No fue fácil atar cabos. Para un joven criado entre la censura y el adoctrinamiento, el miedo era una sombra constante. Sin embargo, con los años, ese mismo miedo se transformó en impulso: el impulso de mirar de frente a las ideologías, entender sus consecuencias reales, y mantenerme fiel a los valores humanos más esenciales.
Gilad nació en Tel Aviv y era nieto de un destacado comandante del Irgún, organización paramilitar sionista activa durante el mandato británico en Palestina (1932–1948). Esta conexión familiar y su experiencia personal le llevaron más tarde a cuestionar profundamente la ideología sionista, tal como relata en su libro La identidad errante.
Hablar sobre el sionismo y la historia de Palestina no es sencillo, pero es un ejercicio necesario para todas aquellas personas comprometidas con la justicia, la igualdad y la descolonización. No podemos ignorar la larga resistencia del pueblo palestino frente a un régimen que muchos califican de apartheid. Si como humanidad hemos declarado que el apartheid es inaceptable en Sudáfrica, ¿por qué el mundo lo tolera en Palestina?
Gilad, en su libro, recuerda cómo creció sin ver realmente a los palestinos, a pesar de que estaban siempre presentes: “Arreglaban el coche de mi padre, construían nuestras casas, limpiaban lo que ensuciábamos… pero desaparecían antes del atardecer y volvían antes del amanecer. En realidad, no sabíamos quiénes eran”. Esta invisibilización es parte de una estructura mayor de dominación que no podemos permitir que se justifique por ningún texto religioso como la Biblia, ni por ninguna narrativa histórica unilateral.
A los 17 años, justo cuando se preparaba para cumplir con el servicio militar obligatorio en Israel, Gilad tuvo una revelación inesperada: a través de una radio llegó a sus oídos la música de Charlie Parker. Fue un momento decisivo. Descubrió que esos músicos virtuosos no eran héroes del sionismo, sino afroamericanos, herederos de otra lucha, ajena a la ocupación y al nacionalismo. En ese instante, comenzó a desmoronarse su educación judeocéntrica.
La fascinación por el jazz desplazó su entusiasmo militar. Ya no soñaba con empuñar un arma, sino con tocar en vivo, aprender, y abrirse un camino en ese mundo donde lo importante no era la tierra ni el dinero ni la propia Ocupación, sino “la belleza y el espíritu” que la música aportaba.
Al ingresar en las Fuerzas de Defensa de Israel, su desencanto fue inmediato. Observó que muchos de los conflictos armados no eran defensivos, sino provocados por su propio país. Mientras los demás se entrenaban para la guerra, él buscaba refugio en su saxofón Selmer Paris Mark IV. Como escribe en La identidad errante: “Hacer escalas a la velocidad de la luz me parecía mucho más importante que matar árabes en nombre del sufrimiento judío”. Entró en una banda militar, e incluso ensayaban a propósito para tocar mal y así evitar ser llamados en algún acontecimiento militar.
Una de las experiencias más impactantes fue cuando visitó un campo de prisioneros palestinos: miles de personas abrasadas por el sol, retenidas sin juicio. Allí comprendió que los roles se habían invertido: “Los presos eran los ‘judíos’, y yo, un ‘nazi’”. La cita del intelectual polaco-israelí Israel Shahak, sobreviviente del Holocausto, le resonaba con fuerza: “Los nazis me hicieron tener miedo de ser judío, y los israelíes me hacen sentir vergüenza de serlo”
Haz "clik" sobre "Play" y disfruta de la música de Gilad Atzmon

Aunque le llevó una década, finalmente dejó Israel y se instaló en Londres. Allí desarrollo su carrera como saxofonista, formando el grupo Gilad Atzmon & The Orient House Ensemble, con el que grabó en el año 2000 un disco que ya es historia.
Lo que conmueve de Gilad no es solo su música, sino su honestidad al reconocer su papel como colonizador. “Mientras vivía en Israel, la música árabe nunca me atrajo”, confesó. Asimilar el jazz le resultó natural, pero conectar con la música árabe fue difícil. Hasta que entendió algo esencial: “Sentir empatía es aceptar la primacía del oído”. Escuchar, con humildad, fue su verdadero aprendizaje para sumergirse en la música árabe e intentar de emular la llamada del almuecín ,sentir esa voz que conocía desde crio pero que nunca la tomo en serio.

Comparto este audio donde interpreta a su ídolo, Charlie Parker
En Londres, Gilad Atzmon fue recibido con entusiasmo por los aficionados al bebop y post-bop. Su talento como saxofonista lo llevó rápidamente a girar por toda Europa, consolidándose como una figura destacada del jazz contemporáneo. Sin embargo, su compromiso político y sus declaraciones incómodas para muchos sectores le trajeron consecuencias. En más de una ocasión, sus conciertos fueron suspendidos debido a la presión ejercida por grupos sionistas —incluso de izquierdas— que no toleraban su postura antisionista.
Hoy en día, vive en Atenas, donde expone y comparte toda su magia jazzística.
Muchos se niegan a reconocer el poder de ciertos lobbies, pero la realidad es tozuda. Basta con observar los recientes escándalos en universidades estadounidenses, donde rectoras como la de Harvard, Connecticut, Columbia, han sido destituidas o presionadas por no alinearse con la narrativa oficial respecto al conflicto palestino-israelí.
Otro caso emblemático es el del politólogo Norman G. Finkelstein, académico judío antisionista, marginado durante años por su crítica frontal a Israel y al uso político del Holocausto. Su libro La industria del Holocausto denuncia cómo los fondos de indemnización a los supervivientes han sido manejados por organizaciones que no necesariamente representan los intereses de las víctimas, sino los de una maquinaria institucional con fines políticos y económicos.
Desde 1993, Gilad ha publicado más de una decena de discos y varios libros en los que combina la música con la reflexión política y filosófica. En una entrevista, declaró algo que respeto aunque no comparto: al ser preguntado si tocaría con músicos israelíes que desaprueban sus opiniones, respondió que el intercambio artístico debe estar por encima de las diferencias ideológicas. "Al octavo compás de un blues —dijo— ya estamos inmersos en la música y se nos olvida toda rencilla política".
Esta afirmación abre un debate complejo. En mi opinión, no todo puede ser relativizado por el arte. Personalmente, no compartiría escenario con alguien que justifica el genocidio, por muy talentoso que sea. La creatividad no puede servir como excusa para eludir la responsabilidad ética. Hay líneas que, por dignidad y respeto a la humanidad, no deberían cruzarse jamás.
En una ocasión le preguntaron al gran pianista de jazz Herbie Hancock por qué este género había dejado de formar parte de la escena popular. Su respuesta, en mi opinión profundamente certera, fue que “el jazz trata del alma humana, no de la apariencia. El jazz tiene valores; enseña a vivir el momento, a trabajar en conjunto y, sobre todo, a respetar al otro. Cuando los músicos se reúnen para tocar, deben escucharse y comprenderse mutuamente. El jazz es un lenguaje internacional que representa la libertad, debido a sus raíces en la esclavitud. El jazz hace que la gente se sienta bien consigo misma.”
Hancock, como músico, nos recuerda que el jazz no es solo música: es una filosofía, un modo de vida basado en el respeto mutuo y en la lucha contra la opresión. Sin embargo, esta concepción tan noble del jazz me lleva a hacerme una pregunta inquietante: ¿por qué tantos productores y músicos judíos de jazz no se posicionan ante estos mismos valores cuando se trata de condenar la opresión del pueblo palestino? No estamos hablando aquí de una guerra convencional: lo que se vive en Palestina desde hace décadas es una ocupación, una sistemática política de apartheid y violencia ejercida por un Estado -el de Israel- que ha actuado con brutalidad hacia una población civil indefensa.
Comparto la remembranza “A la dignidad y solidaridad con Palestina” que recuerdo el triste episodio del escritor Antonio Muñoz Molina con su escrito en defensa de un cantante prosionista en el Festival Rototom.
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Frente a este panorama, es difícil para mí abstraerme emocionalmente cuando escucho a músicos judíos prosionistas que defienden o callan ante esa realidad. Puedo admirar su talento, sentir el mensaje musical, pero en mi retina persisten las imágenes de niños y niñas, mujeres y ancianos despedazados por las bombas israelíes. No puedo separar la música del contexto humano en el que resuena.
Por suerte, hay excepciones. Hoy quiero recordar a Gilad Atzmon, músico judío que ha tenido el coraje de alzar la voz y posicionarse claramente contra esta barbarie, contra este nuevo genocidio transmitido en directo. Él sí encarna los valores de libertad, conciencia y respeto que el jazz proclama.
Es una tensión ética que atraviesa a la cultura contemporánea, donde ya no separamos tan fácilmente el arte del artista.
Al mismo tiempo, es importante recordar que la comunidad judía no es homogénea, y dentro de ella hay voces profundamente críticas con las acciones del Estado de Israel, así como también hay artistas -judíos o no- que eligen expresarse desde la música sin convertirla explícitamente en vehículo político. Esta elección puede parecer insuficiente o cómplice para algunos, comprensiblemente, sobre todo ante el horror de una violencia sistemática.
La pregunta de fondo quizás no es por qué ciertos músicos no se posicionan, sino cómo cada quien elige vivir su conciencia: ¿el arte es un refugio o una trinchera? ¿Puede seguir siendo neutral frente al genocidio?
Quizás cada persona es como es. Pero si hemos llegado al punto en que ni siquiera el arte, que nace del alma humana, puede guiarnos hacia la justicia y la empatía... entonces, tal vez, deberíamos apagar la luz y preguntarnos seriamente qué ha sido de la Raza Humana.
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