Paracuellos del Jarama, la gran mancha republicana.
Jaime Tenorio.
Diciembre/25
Durante toda la Guerra Civil Española estuvieron muy presentes la envidia y la sed de venganza, el revanchismo y desde luego la codicia, pero en los primeros meses de la contienda la locura se desató en ambos bandos, más que una consecuencia lógica de la guerra, alguno de los episodios que se llegaron a vivir en aquellos días fueron propios de la “España negra”, que de un conflicto bélico entre vecinos con toda la carga de venganza y rabia contenida que conlleva un escenario así. Uno de esos violentos episodios desprovistos de cualquier atisbo piedad, fue el que se conoce como la “Matanza de Paracuellos”.
Contrariamente a lo que piensa la mayoría de los españoles, Paracuellos no fue un hecho único, como, no podemos equipararlo, la barbaridad de la plaza de toros de Badajoz, donde en 48 horas de continua matanza los traidores sublevados contra la legitimidad republicana asesinaron a unas 4.000 personas. Paracuellos fue el resultado de un mes continuado de represalias, entre noviembre y diciembre de 1936, en pleno asedio de Madrid por las tropas fascistas, donde miles de sospechosos de simpatizar con los traidores sublevados fueron asesinados en las poblaciones de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz, por las fuerzas republicanas.
Ambas matanzas estuvieron motivadas por necesidades militares, los sublevados franquistas no podían continuar avanzando hacia Madrid desde Extremadura dejando atrás un contingente tan numeroso de “enemigos” (en realidad en la plaza de toros de Badajoz, casi no había tropas y el 98% de los represaliados fueron ciudadanos civiles), que el carnicero Juan Yagüe no podía mantener a su retaguardia por el peligro lógico que ello suponía para su ejército.
Los sucesos de Paracuellos también tuvieron una motivación militar casi idéntica.
Cuando el ejército franquista avanzaba hacia Madrid en otoño de 1936, la situación en la capital era caótica, las tropas republicanas estaban desmoralizadas, derrotadas antes de cualquier batalla, y todo el mundo estaba convencido de que Madrid caería, tan poco era convencimiento de poder mantener la capital ante el empuje de los acorazados italianos del Corpo Truppe Volontarie, que el propio gobierno republicano decidió trasladarse a Valencia para ponerse a salvo de los bombardeos nazis de la Legión Condor, y el terror franquista que en aquellos momentos tan tempranos de la guerra ya corría por España con justificado pavor. Al trasladarse a Valencia el gobierno, Madrid quedó bajo la responsabilidad de un Junta de Defensa, presidida por el general Miaja, un militar que, aunque conservador se mantuvo fiel a la legitimidad republicana, un general eficaz y buen estratega, que contó con el concurso del comunista Santiago Carrillo, un miembro del Comité Central del PCE, para mantener el orden en una ciudad en cuyas cárceles improvisadas (Checas) se acinaban miles de prisioneros sospechosos de connivencia con el enemigo, lo que se denominó “quintacolumnistas”, entre los que había falangistas y militares traidores, sí, pero también estaban abarrotadas por muchos ciudadanos que nada tenían que ver con los sublevados, pero a los que su posición acomodada, su condición de sacerdotes o la sempiterna envidia, venganza, avaricia tan de España, con innumerables delaciones sin prueba alguna, habían llevado hasta aquellas verdaderas antesalas de la muerte.
Para los paranoicos defensores de Madrid, obsesionados con la idea de una “quinta columna” actuando desde dentro, los desdichados retenidos en las checas bajo la sospecha, cierta o no de connivencia con el enemigo, representaban un riesgo potencial que los dirigentes republicanos no se podían permitir.
Fue aquel clima de pánico, de paranoia colectiva, de locura liberada entre la barbarie de una guerra, en un escenario de terror, además alimentado por un monumental caos administrativo y gubernamental, donde se tomó la decisión de “evacuar” a los prisioneros que se amontonaban en aquellas “checas”, y trasladarlos, durante todo un mes, entre el 7 de noviembre y los primeros días de diciembre de 1936, en varios convoyes de muerte, con la excusa de que eran trasladados a Valencia, una opción que realmente se barajó.
Sin embargo, los prisioneros fueron conducidos a Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz, donde fueron asesinados en masa y enterrados en fosas previamente preparadas.
Las estimaciones respecto al número de víctima de aquella salvajada varían según las fuentes, pero la mayoría de las historiadores dan por buena, y real, la cifra oficial de muertes que ofreció el bando fascista tras la guerra y que estaba lejos de lo que mostraban los archivos del Consejo de Orden Público de la Junta de Defensa de Madrid, que situaban el número de represaliados en aquellos episodios en 2.000, mientras que las cifras franquistas los elevaron hasta los 3.000 lo que convierte este episodio, junto al de Badajoz, en una de las mayores matanzas en retaguardia que se dieron a lo largo de la guerra.
En cuanto a quién dio la orden de perpetrar la salvajada, es una cuestión que aún hoy sigue siendo objeto de polémica y debate, existen testimonios que señalan la participación de milicianos y miembros del Servicio de Información Militar (SIM), así como de agentes de orden público de la Junta de Defensa de Madrid, apuntando con ello a la figura de Santiago Carrillo, quien negó siempre estar detrás de la matanza, no obstante, desde los sectores reaccionarios fascistas se le ha acusado de ser el máximo responsable de la matanza, una posibilidad ciertamente muy probable, pero lo cierto es que no existe evidencia alguna de ello.
Tras la guerra, el régimen franquista utilizó Paracuellos como ariete propagandístico, expuesto como un ejemplo de la “barbarie roja”, exagerando los hechos en una narrativa de martirio y misticismo de las víctimas. Hoy, los escenarios en los que ocurrieron los hechos son un lugar de memoria, en los que se llevan a cabo actos de homenaje y recuerdo a las víctimas.
Las fosas de Paracuellos fueron exhumadas en la posguerra por el régimen franquista, todas las víctimas identificadas, y sepultadas dignamente.
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