Cuando es peligroso disentir


Daniel Martín.

Octubre/25.

 

 

La falsa sensación de impunidad ha disparado el odio en redes sociales, normalizando la injuria, el insulto e incluso la amenaza física a través de cuentas, generalmente falsas, que, desde un posicionamiento político, por lo general intransigente y completamente alejado de la aceptación democrática de la libre discrepancia, han convertido las Redes Sociales en un campo minado donde expresarte en libertad, puede, literalmente, costarte la vida.

 

En las últimas décadas, las redes sociales han transformado radicalmente la forma en que nos comunicamos, debatimos y participamos no solo en lo social o cultural, también en lo político. No obstante, uno de los fenómenos más alarmantes que emerge de esta revolución digital es la creciente hostilidad hacia quienes opinan diferente: la intolerancia, el desprecio, las amenazas, espoleados por una polarización ideológica tan extrema que no nacen de la nada, muy al contrario, necesita de un combustible que alimente la llama del odio, desde la declaración política irresponsable, hasta el bulo lanzado por elementos muy militantes y que nunca son identificados alentando la concentración, la amenaza o incluso la agresión a quien piensa de modo diferente.

En muchas plataformas, los usuarios pueden interactuar con un alto grado de anonimato. Esto reduce el coste social de expresarse sin filtros, aumentando el nivel de improperios, falsedades, insultos, comentarios agresivos y discursos que difícilmente se producirían en una discrepancia cara a cara. Algunos estudios muestran que cuanto mayor es la percepción de anonimato, mayor es la participación en discusiones insultantes o irrespetuosas.

Los algoritmos tienden a mostrar contenido que coincida con nuestras creencias previas, reforzando ideas, en muchos casos existentes o erradas, y limitando la exposición a opiniones contrarias. Aunque la polarización social sobre determinadas cuestiones hace imposible una investigación seria sobre cuánto perjudican realmente estas burbujas, sí hay consenso en que contribuyen a reforzar el sesgo de confirmación.

Nos movemos en un ambiente muy nocivo en el que Cuando se identifica a un grupo como “enemigo ideológico”, es más fácil que se justifique el uso de descalificativos, insultos o ataques personales. Estudios recientes demuestran que los debates políticos en redes tienen una carga emocional muy alta y con frecuencia se vuelven tóxicos.

El impacto del odio y la polarización en redes sociales no se limita a debates más o menos ásperos; tiene efectos concretos y profundos en la forma en que pensamos, nos formamos opiniones y actuamos. Cuando cada interacción con quienes piensan distinto se convierte en un motivo de ataque o humillación, la defensa de la propia identidad política se vuelve más extrema. Ya no se trata tanto de discutir políticas, sino de proteger la identidad de grupo: “Si no estás conmigo estás conytra mi”, en una dinámica que favorece que los matices, los compromisos y las posturas de centro pierdan de voista la razón, para convertirse en un pulso por imponer un criterio.

El problema verdaderamente grave surge cuando no sólo se está en desacuerdo con ideas, sino que aumenta el “odio político” o la hostilidad hacia quienes profesan otras opiniones, generando estereotipos, prejuicios, resentimiento. Este tipo de polarización afectiva (cuando ya no es sólo lo que se piensa sino cómo se siente hacia los oponentes políticos) tiende a reducir la colaboración ciudadana, la capacidad de diálogo y la disposición para modificar alguna idea, aunque sea mínimamente, abonando el campo para el odio, del que se terminan aprovechando ideologias tóxicas como el fascismo para sembrar el odio social que necesita para subsistir en un entorno democrático.

En un ambiente de polarización y odio, los mensajes difíciles, complejos, que exigen reflexión, suelen perder terreno frente a los eslóganes populistas, y las simplificaciones o caricaturas del adversario. Muchas veces vale más lo que provoca una emoción —ira, indignación, miedo— que lo que aporta al entendimiento. Eso favorece la circulación de noticias falsas, o sesgadas,  que influyen en la opinión de unos receptores indecisos.

Algunas personas se retraen del debate público por miedo al ataque, otros en cambio se radicalizan. En ambos casos se distorsiona la participación real: las voces más moderadas o reflexivas pueden llegar a ser silenciadas, mientras que quienes más gritan más atención suscitan. Ello puede llevar a que las políticas públicas respondan no a lo que la mayoría quiere, sino a lo que más presión inyecta en la sociedad, y más radicalizado se encuentra.

El odio digital y la polarización política generan efectos sociales que ya estamos notando en el comportamiento ciudadano, personas que nunca se han mostrado agresivas y que suelen moverse en entornos de respeto, cambián radiocalmente cuando se discrepa con ellos en términos políticos, se convierten en hinchas de no de un equipo deportivo, sino de un partido político y las consecuencias de ese extremismo no son baladí, pagando el precio en una cada vez mayor perdida de la cohesión social, en una importante erosión democrática, acompañda de una desconfianza generaliza en las instituciones y la transformación de la violencia simbólica en agresión real.

Si no rectificamos pronto, los políticos reducen su nivel de violencia en las comparencias públicas, los medios de comunicación dejan de ser factor decisivo en el triunfo de una tendencia, y comienzan a ejercer su papel fiscalizador de los poderes, si no nos volcamos en enseñar, en educar para que la sociedad entienda que disentir no significa divisorio, ni disolver la convivencia, ni convierte a nadie en enemigo, si no fom,entamos el respeto a la opinión para que el pluralismo tenga sentido, y el desacuerdo se pueda expresar sin miedo, sin odio, sin silencios impuestos por la hostilidad, estaremos condenados al fracaso como sociedad y la extinción.

Para una sociedad sana, democrática y diversa, necesitamos recuperar espacios donde pensar distinto no sea amenaza, sino oportunidad. Solo así podremos reconstruir puentes, no muros, y hablar de política sin sentir que cada palabra arriesga convertirse en batalla.


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