El Crimen fue en Granada
Julia Montalbán.
Agosto/25.
“Se le vio caminar entre fusiles, por una calle larga, salir al campo frío, aún con estrellas de la madrugada. Mataron a Federico cuando la luz asomaba.”
(Antonio Machado)
Hay ciudades que se explican por sus contradicciones, por el eco de pasados irreconciliables que siguen reverberando bajo la superficie de su belleza. Granada, más que ninguna otra, encarna esa paradoja trágica, la ciudad de la Alhambra y las acequias, de la luz cegadora y la sombra espesa de su historia, donde la vida y la muerte parecen bailar el mismo compás bajo un sol implacable. Y sobre todos los fantasmas que asoman entre sus carmenes, destaca uno, el más luminoso y el más doliente a la vez, Federico Garcia Lorca.
En agosto, cuando el calor de la Vega parece espesar el aire y la ciudad entera late con ese pulso lento de las noches interminables, Granada revive, año tras año, la memoria de su hijo más universal, asesinado brutalmente entre Víznar y Alfacar, que no fue solamente víctima de la violencia irrefrenable de una época, sino el espejo quebrado donde Granada, y España entera, sigue contemplando su vergüenza y sus imposibles reconciliaciones.
No hay crónica de Granada que no comience por su dualidad esencial. Agosto es una promesa de fiesta y una amenaza de tragedia, donde las plazas rebosan turistas y las iglesias preparan celebraciones ancestrales, pero bajo ese ruido de mercado late todavía el temblor de otros agostos: los fusilamientos masivos del 36, la represión cegadora, el miedo que impregnaba las tapias de los cementerios.
“Granada, paraíso cerrado para muchos, pocas puertas abiertas para mí”. Estas palabras, atribuidas a Lorca, resumen su paradójica relación con la ciudad que lo vio nacer y morir. Hijo de una familia acomodada, capaz de moverse en los círculos ilustrados de la burguesía granadina y, a la vez, dotado de una intuición insólita para sentir el temblor de los marginados y los condenados, Federico encarnaba el desgarro de una sociedad fracturada.
Lorca fue, en vida, un artista incómodo. Ni la derecha religiosa ni la izquierda radical podían apropiárselo del todo. Apreciado por la aristocracia local por sus modales y su brillantez, irritaba a los sectores conservadores por su homosexualidad y su rebeldía. Aplaudido como renovador del romancero y dramaturgo de éxito, generaba recelo entre algunos revolucionarios que veían en él una sensibilidad poco combativa.

"La luna vino a la fragua con su polisón de nardos. El niño la mira mira. El niño la está mirando."
Ese estar “entre bordes” convirtió a Lorca en blanco fácil de una violencia irracional que, en agosto del 36, buscaba enemigos en todas partes. ¿Por qué mataron a Federico exactamente? Hay quien ha pretendido explicarlo todo por su vida privada, otros por su militancia cultural, algunos por simples venganzas familiares. Pero lo cierto es que Lorca fue víctima del odio a la diferencia, de la incapacidad de una sociedad para aceptar sus propios matices.
El 18 de agosto de 1936, mientras Granada ardía de miedo y revancha, Lorca fue sacado de la casa donde estaba refugiado y llevado a las afueras de la ciudad. Allí fue ejecutado junto a otros tres hombres, en un paraje de olivos y polvo. Ni un juicio, ni una acusación formal, apenas la decisión, sostenida por el rencor y la ignorancia, de borrar de la tierra a quien encarnaba todo aquello que incomodaba, quedando su memoria sepultada durante décadas en el olvido.
¿Ha conseguido Granada reconciliarse con su historia? Basta recorrer la ciudad en agosto, cuando las conferencias y los actos conmemorativos se suceden, para percibir ese pulso contradictorio. El turismo celebra a Lorca como icono, los colectivos reivindican justicia para los desaparecidos, algunos sectores tratan de minimizar la relevancia de la represión. Pero algo ha cambiado. El espacio público de memoria es más ancho, el silencio más difícil de imponer.
Aun así, la huella de la paradoja persiste. Granada homenajea a Lorca y, a la vez, se muestra incómoda ante la magnitud de lo que su asesinato representa. El poeta es símbolo de una ciudad capaz de lo peor y de lo mejor, de producir belleza imperecedera y de abrazar, en su hora más sombría, el odio destructor.
No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie. No duerme nadie. Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas. Vendrán los iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan.

¡Un corazón para mí! ¡Caliente!, que se derrame
por los montes de mi pecho; dejadme entrar, ¡ay, dejadme!
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