Julia Montalbán.
Julio/25.
La brutalidad que se desató tras el 18 de julio no admite comparaciones ni justificaciones. Los doscientos mil asesinatos extrajudiciales que siguieron al golpe fallido, las violaciones sistemáticas, los fusilamientos en masa, la represión que se prolongó durante décadas, configuran un panorama de horror que trasciende cualquier intento de relativización.
Existe en la historia de España una fecha que se resiste a la simplificación, que escapa a los relatos maniqueos y que sigue interpelando a quienes pretenden encasillarla en narrativas cómodas. El 18 de julio de 1936 no fue simplemente el día en que unos militares decidieron sublevarse contra la República, ni tampoco el momento en que la democracia española sucumbió ante la barbarie fascista. Fue, en realidad, el instante en que se materializó el mayor fracaso colectivo de la España contemporánea, el momento en que todas las contradicciones acumuladas durante décadas explotaron.
La conspiración que desembocó en aquel sábado de julio había estado gestándose desde mucho antes de que las urnas dieran la victoria al Frente Popular en febrero de 1936. Los hilos de la trama se tejían en despachos, tertulias de casino y en cuarteles donde el eco de las botas militares resonaba con nostalgia imperial. Emilio Mola, autodenominado "el director", coordinaba desde Pamplona una operación que pretendía ser metódica pero que se revelaría como mucho menos precisa de lo esperado.
La ironía más amarga de aquella jornada reside precisamente en que el golpe fracasó rotundamente en sus objetivos inmediatos. Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, las ciudades que concentraban la verdadera España industrial y moderna, resistieron con una determinación imprevista.
Sin embargo, sería ingenuo presentar aquella resistencia como un acto de heroísmo democrático inmaculado, cuando la realidad resultó considerablemente más compleja y turbia. La República que se defendía en las calles no era el régimen estable y consensuado que algunos pretenden recordar, sino un sistema político fracturado, atravesado por tensiones irreconciliables entre socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos burgueses que compartían poco más que su oposición a los sublevados.
La revolución que estalló en territorio republicano tras el golpe no fue una consecuencia no deseada, sino la materialización de contradicciones que llevaban años fermentando en una sociedad que ya en aquel entonces resultaba polarizada hasta el extremo.
Los conspiradores, por su parte, tampoco constituían un bloque homogéneo movido por ideales coherentes. Aunando en su coalición a carlistas nostálgicos, falangistas influenciados por Mussolini, militares africanistas curtidos en guerras coloniales y terratenientes que veían peligrar sus privilegios. Lo que los unía no era tanto un proyecto de país como el terror a perder lo que consideraban suyo, bien por derecho divino o histórico.
La brutalidad que se desató tras el 18 de julio no admite comparaciones ni justificaciones. Los doscientos mil asesinatos extrajudiciales que siguieron al golpe fallido, las violaciones sistemáticas, los fusilamientos en masa, la represión que se prolongó durante décadas, configuran un panorama de horror que trasciende cualquier intento de relativización. La "limpieza" que los sublevados pretendían realizar no era política sino ontológica, tratando de eliminar físicamente a quienes encarnaban una España que consideraban inadmisible.

La aún controvertida figura del dictador Francisco Franco quien durante cuatro décadas impuso a los españoles un régimen totalitario y sanguinario.
Imagen: IA ALternativa Mediterráneo. Uso libre
Hoy, cuando algunos agitan el fantasma del 36 como arma arrojadiza en debates que poco tienen que ver con aquella tragedia, conviene recordar que la lección fundamental de aquel 18 de julio es que la democracia no se defiende con eslóganes sino con instituciones sólidas, y las sociedades que no aprenden a canalizar sus conflictos de manera civilizada están condenadas a repetir tragedias que creían superadas.
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