$emana $anta

Verá usted, mi estimado Pérez, no voy a negarle que soy un tipo extraño, algo marciano y bastante peculiar, como esta España en la que el azar me vino a arrojar. Una España intensa, cainita, y casi siempre huérfana de justicia. Una España maravillosa, alegre, generosa, brava, cuyo pueblo hambriento y casi desnudo, fue capaz de dominar al mundo durante trescientos años; y lo hizo a pesar de reyes, nobles, generales, curas, y no pocos lacayos vendidos al mejor postor, aceptando el oro del enemigo, mientras arengaba a los pobres al combate para defender la patria. Un pueblo que siempre dio, y da la cara, valiente y digno, que supo entregarse en sacrifico cuando fue necesario, pero jamás entregó la vida de barato. Una España de la que me siento orgulloso hijo y ciudadano cuasi libre.
Una España, sin embargo, en la que a veces desearía que Napoleón se hubiese salido con la suya, y hubiera regado esta tierra con ilustración, con justicia, con libertades y educación, erradicando de sus fronteras a obispos gorrones y reyes felones, alumbrándonos con el candil de la igualdad y la fraternidad.
Una España en la que la tradición de la Semana Santa, como antaño, y aunque yo no crea en nada de ello, sea aprovechada por el pueblo para demostrar una devoción rayando el histerismo, bendecidos por la fe de los humildes, consolados en el credo de los derrotados, en el Ave María de los precoces difuntos. Una burguesía hipócrita que aprovecha la semana de una pasión que ellos nunca han padecido para lucir sus mejores galas y competir en abundancia con el vecino, aunque después tenga que comer sopa de ajo todo el año. Una nobleza que procesiona detrás o delante de la efigie de un presunto Dios o su presunta madre, para certificar su pío proceder, porque eso es mucho más rentable que dejar de explotar al humilde, y, al fin y al cabo, el paraíso celestial se compra con óbolos a la Iglesia, no pagando salarios justos, ni abonando horas extras. Un clero que saca, para que les dé el aíre, sus obras de arte y de paso recaudar los óbolos del pueblo, la burguesía, la nobleza, y hasta del rey.
Pero eso, mire usted, Pérez, eso era antes, otrora, décadas atrás. Hoy la Semana Santa se ha convertido en un batiburrillo de ruido, cofrades gritando y señoras elegantísimas de luto, que son la excusa para llevar a cabo miles de microdesfiles militares: novios de la muerte, paracaidistas, armada, fuerzas aéreas... Todos los cuerpos del ejército, salvo, curiosamente el de sanidad, están presentes encabezando los desfiles procesionales. No será de extrañar si pronto vemos a los seguratas de SEUR levantando la efigie de un Cristo, entre toques de corneta con la musiquilla ambiental del Corte Inglés. Ahora la Semana Santa se aprovecha para hacer caja, los fondos buitre que controlan los alquileres para turistas, elevando el precio de sus cuchitriles un cincuenta mil por cien, la industria hostelera de toda la vida para elevarlos al mismo nivel, los bares para hacer su agosto en abril, etc.
Hasta las cofradías, no saciadas con el dinero público que reciben de comunidades y ayuntamientos, se dedican a vender estampitas entre el público que se agolpa en las aceras y tribunas de unas calles de todos de las que, con el aplauso y anuencia general, durante una semana se apropian un puñado de listos para forrarse cobrándonos por estar en lo que es nuestro.
En Semana Santa me da pereza, o quizá sea vergüenza, Pérez, mirar a esos países de nuestro entorno en los que el ejército solo sale de sus cuarteles el día de la independencia, la Iglesia no está mantenida por el Estado, la burguesía se luce en los teatros y la nobleza en la ópera, aunque la mayoría no entiendan nada, de los reyes no le hablo, porque no los tienen, pueblos que dejan la devoción para el recogimiento de los templos, y la histeria para el campo de futbol.
Me avergüenza una España tan perdida en la demente codicia del liberalismo que ha corrompido incluso lo más genuinamente español. Su Semana Santa de usted, mi estimado Pérez.
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